CHILE

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jueves, 30 de abril de 2015

OTRA VEZ EL LLAMADO DE NUESTRA CRUDA REALIDAD.

No se trata ni de culpar de todo a la naturaleza ni de ocultar las indudables responsabilidades del sistema social imperante. Pero es innegable que ciertas “complicidades” concurren, y ello para desgracia de miles de personas, a la hora de sacar las cuentas de los dañados por las inclemencias de una geografía entre impredecible y hostil.
Acosados desde el norte por inundaciones que han dejado miles de damnificados, y no pocas víctimas fatales, de un lado; y por otro lado por la erupción de un volcán que parece decidido a mostrarnos el rostro más inmisericorde de la naturaleza, los chilenos debemos respondernos por la solidez de nuestra geografía en los mismos días en que lo hacemos por la solidez y vigencia de nuestra democracia.
La pregunta que surgiría de estas primeras palabras es si habría alguna relación entre la naturaleza y la democracia. Y, en verdad, la repuesta, cualquiera que fuera, pecaría de al menos voluntarismo y rebuscamiento pues, ¿qué le importan a los accidentes geográficos del norte o del sur quiénes sean los más responsables –o culpables- de los delitos cometidos contra los intereses generales del país?
Dicho en otras palabras, sin SQM ni Penta, ¿habría sido más benévola con nosotros la naturaleza?
O, invirtiendo el orden de la relación, ¿sin los desastres naturales que corroen nuestra vulnerable geografía, ¿habría habido un Penta y un Soquimich?
Ciertamente es a todas luces arbitrario el sólo intento de establecer alguna relación de causa y efecto entre dos niveles tan alejados entre sí como la naturaleza y los intereses privados de algunos grupos de poder.
Y sin embargo…
Sí, sin embargo… Porque cada desastre natural nos regala y asfixia con las postales de una realidad que dista mucho del discurso conformista o, lo que es peor, auto satisfecho, con que solemos curarnos de nuestras culpas.
¿Y cuáles serían esas culpas?, es lícito interrogar.
Bueno, para no pecar de exhaustivos, consignemos en primer lugar nuestra deliciosa ignorancia. Ese no ver más allá de los escasos metros que recorremos cada día, y para qué hablar del tiempo y lo que nos puede importar de la historia en la medida en que no nos afecte de manera claramente directa.
Y, entonces, a lo más intentamos el gesto perdonatorio de la “solidaridad”, para apurar el olvido acerca de cómo viven esos compatriotas nuestros que carecen de la bendita “conectividad” y cuyas precarias existencias dependen de factores tan absurdos y lejanos como una conjunción de aluviones descendiendo de la cordillera por algún “descuido” de la naturaleza, o la erupción de un volcán ignoto.
Y es el momento de cuestionarnos nuestro PIB y su reparto “per cápita”, y el modelo exportador y el tamaño formidable de “nuestras empresas de punta” y el centralismo y todo eso que solemos dejar como material inflamatorio para los tiempos de campaña.
Porque si un pacto debiéramos firmar como la más extrema mayoría, ése sería uno de amistad y colaboración con la naturaleza. Comenzado por la nuestra, ésa que apenas cabe entre los pocos kilómetros que separan del mar a nuestros cerros cordilleranos.
¿O es que deberíamos considerarnos unos marginales en el extenso planeta, condenados desde siempre y sin remisión a ser víctimas de “impredecibles y repentinos” desastres naturales?
Un poco más de modestia, ciudadanos. Y a ver si alguna vez firmamos con la esquiva naturaleza un pacto de amistad y cooperación en el que no seamos los jueces absolutos que diriman quiénes deben pagar el tributo a sus furias, excesos o previsible conducta. Que no seamos, en cuanto ciudadanos, jueces únicos e inapelables para discernir quiénes han de ser las víctimas de lo imprevisible y, a partir de ellos, los beneficiados por nuestros –en cualquier caso insuficientes- reflejos benefactores.
fuente : editorial de "el siglo"

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